Este escrito es de Caludio Nazoa, está publicado en Noriciero Digital; me lo mando mi amiga Yubyritzaida. Creo que es una buena experiencia que deben de tener nuestras "víctimas" para que vean la importancia de una "doncella" en nuestras vidas. Inténtenlo esta semana: Manda a tu "víctima" sólo al parque con los niños (por cierto sábado o domingo preferiblemente que es cuando los parques infantiles están en su peor momento).
Luego cuando él regrese contando su aterradora experiencia; tu haces el oportuno comentario de la importancia de una "doncella" en esos momentos.
Por culpa de las famosas pastillitas, tengo una hija de cuatro años de quien estoy enamorado pero que me está volviendo loco, al punto de estar seguro que terminaré en el manicomio o en la tumba.
Jamás he cambiado un pañal, dado un tetero o sacado gases. Tampoco, de pepa asomao, asistí al parto molestando a los médicos. Nunca fui humillado en cursos prenatales en los que obligan a hombres pisados a ponerse una barriga y cargar muñecos ¡Ni de vaina! Lo cierto es que disfruto de mi hija sólo cuando está bañadita y perfumadita, así me la entregan y así la llevó a pasear o a comer en donde haya aparatos maravillosos en los que los niños parecen desaparecer en tubos de colores mientras uno se come la comida infantil que ellos nunca se quieren comer.
También me gusta llevarla a restaurantes donde una o varias payasitas se encargan de ella. El otro día fui a uno en el que había una payasita que estaba tan pero tan buena que hasta yo me quedé jugando y me pintaron la carita y todo. Hoy quise compartir esta experiencia de papá porque, vamos a estar claros ¡cómo se pasa trabajo sacando a divertir a nuestros niños! Mientras ellos más se divierten, uno más mamao queda.
Estoy seguro de que las feministas me van a volver polvo, pero hay que reconocer que los niños están hechos para el sexo fuerte, es decir, para ellas. Sí. Las mujeres son realmente el sexo fuerte por parir y, lo peor, por lidiar con muchacho chiquito, y ni les cuento cuando son adolescentes ¡Provoca devolverlos! Es que hasta de adultos echan vaina; bueno, eso dice mi mamá de mí y, a la vez, yo lo digo de mi otro hijo (tengo la parejita): se llama Daniel, tiene 35 años y, aunque me ha hecho abuelo dos veces, en ocasiones me provoca darle una pela y mandarlo pal cuarto, sin televisión. No lo hago porque desde los 14 años es él quien me pega y me castiga.
El otro día fui con Valentina a uno de esos parquecitos en donde uno paga para sufrir mientras que los niños corren, brincan y hacen lo que les da la gana. Al entrar, la imagen era dantesca: padres sudados, muertos de calor, con cara de cansancio, algunos enratonados, pagaban penitencia jalando los carritos en donde sus hijos gritaban felices: ¡Otra vuelta más, papá, otraaa...!
Más allá vi a unas señoras desesperadas que llevaban el sol parejo mientras sus hijos brincaban en un colchón inflable de esos de los que los muchachitos jamás se quieren bajar ¡Cuidado y te caes, Camila! ¡Vente que ya nos vamos! ¡Sal ya! ¡Es la última vez que te lo digo!, gritaba una mamá por enésima vez en el colmo de la angustia y la rabia, mientras sostenía unos zapatos y una muñeca gigante de esas que no dejan de llorar y se hacen pupú y pipí.
El tema de la comida en ese parque también era dramático. Vi a un padre a quien lentamente le chorreaba por la corbata la salsa de tomate de la salchicha del perro caliente que le sostenía a su hijo y vi a otro que tenía tres niños, un par de morochos de tres y otro como de cinco años, todos gozando, encerrados en una jaula llena de pelotas. Él sostenía tres helados derretidos al tiempo que, con los dientes, mordía un balde gigante de cotufas e intentaba gritar: ¡Cuidado, cuidado! Yo tenía tiempo que no veía una cara de desesperación tan cómica.
Todo placer tiene su calvario, es decir, si queremos que nuestros hijos sean adultos felices, ¡ese es el precio! La próxima vez que le den ganas de hacer el amor, recuerde que ese es el primer paso para visitar el parquecito infantil.